Literatura y Memoria


     Universidad Católica de Eichstätt, Alemania
 [...] y llego a los campos y vastas salas de la memoria
donde se encuentran los tesoros de innumerables imágenes
que mis sentidos han recogido de las cosas de la más diversa índole.
Allí está escondido todo lo que pensamos,
y engrandecemos o disminuimos o cambiamos todo lo que toca nuestros sentidos,
y todo lo que todavía no está absorbido por y sepultado en el olvido,
yace allí salvo y guardado”1

San Agustín: Confessiones
Reflexiones preliminares
“La memoria fue muy valorada por las grandes culturas, como resistencia ante el devenir del tiempo”, escribe Sábato en sus memorias, a las que conscientemente no llama con este nombre (Sábato, 1999: 18). Esta constatación sigue siendo igualmente válida en nuestra época. La memoria del pasado está más presente que nunca, lo que se expresa en un sinnúmero de nuevos museos, exposiciones, películas, libros. Otros pensarán en la condición posmoderna, para la cual la noción del “pasado presente” es, según Linda Hutcheon, un rasgo esencial (Hutcheon, 1988: 4). En el campo de la literatura, asociamos la memoria con formas literarias que evocan el pasado: la novela, el teatro y la poesía históricas, al igual que la biografía y la autobiografía. En todos estos géneros o subgéneros, la literatura linda con su hermana gemela, es decir, la historiografía.
La noción de la memoria está intrínsecamente ligada a la del tiempo. “Memoria y recuerdo están, en primer lugar, arraigados en la dimensión del tiempo”, escribe el psicólogo alemán Hans-Joachim Markowitsch2. Ya San Agustín sabía que no se puede hablar de memoria sin hablar de tiempo. En sus memorias, retoma y repiensa concepciones anteriores de la filosofía antigua de una manera tan original que su pensamiento constituye un punto de referencia insustituible3 y, hasta hoy en día, los filósofos vuelven obligadamente a las Confessiones cuando reflexionan sobre tiempo y memoria. Es imprescindible, pues, hablar del tiempo antes de pasar a la memoria.
El tiempo
“¿Qué es el tiempo?”, se pregunta San Agustín, y responde: “siempre y cuando nadie me lo pregunte, lo sé. Si quiero explicarlo a alguien que me lo pregunta, no lo sé”4 . El problema fundamental es el status del presente, punto movedizo entre el pasado y el futuro. San Agustín soluciona el problema considerando las tres dimensiones del tiempo como existentes en el alma: “El presente mirando el pasado es memoria, el presente mirando el presente es la percepción inmediata, el presente mirando el futuro es expectativa”5. En la filosofía del siglo XX, son sobre todo los fenomenólogos y los existencialistas quienes retoman la problemática6. En su libro fundamental sobre tiempo y relato, Paul Ricoeur reflexiona sobre el concepto de la existencia puntual del presente que se encuentra en una continua huida, de modo que en el caso límite el presente no tendría existencia propia7. Por otro lado, tenemos la conciencia de vivir en un presente que sería solidario con el pasado y el futuro inmediatos, y que Ricoeur llama el “presente vivo” (“présent vif”). Ricoeur reconcilia las dos nociones aparentemente irreconciliables forjando el concepto de presente histórico (“présent historique”) como puente entre los dos conceptos (III: 420s). Sin embargo, el concepto del presente histórico es a su vez huidizo si intentamos concretizarlo: ¿se trata de un día, un mes, una época? Son sobre todo ciertos eventos, percibidos por la comunidad como decisivos que definen y delimitan el “presente”. Pueden ser guerras; así, por ejemplo, las dos guerras mundiales definen el período de “entre-guerras” como una época que fue sentida como tal ya por los contemporáneos. O pueden ser meras fechas de calendario tales como el comienzo de un nuevo siglo, o un evento como los atentados del 11 de septiembre que dividen nuestro tiempo en un “antes” y un “después”. El presente histórico se puede convertir, de un día a otro, en pasado.
La memoria
El presente histórico constituye el punto de referencia para la memoria. Empero, ¿qué es la memoria? Volviendo otra vez a San Agustín encontramos la noción de que no es algo objetivo y fijo, sino sujeto al trabajo continuo de la conciencia que cambia los hechos memorizados y que está, además, siempre expuesta al olvido (Confessiones, libro X). Es precisamente este carácter polifacético de la memoria el que sigue fascinando tanto a filósofos como a sociólogos y psicólogos: es común en todos ellos la convicción de que constituye un elemento central de la identidad humana8.
Lo dicho puede aplicarse también a la memoria colectiva. Sin embargo, ¿quién es el sujeto de la memoria colectiva? Al plantearnos esta pregunta nos damos cuenta de que no es suficiente definir el presente histórico y la memoria en términos temporales, sino que es imprescindible complementar esta definición con factores espaciales. Maurice Halbwachs (1976 [1925]: 143) escribe que los recuerdos forman también parte de un conjunto de pensamientos comunes a un grupo. En su libro sobre los cuadros sociales de la memoria, analiza la memoria colectiva de una familia, de una comunidad religiosa y de una clase social, a los cuales podríamos agregar el concepto de nación, que interesa de modo particular en el contexto de este artículo. Las memorias colectivas de estas entidades no se excluyen mutuamente sino que se sobreponen y mezclan, de modo igual que se mezclan la memoria particular de un individuo con las memorias colectivas de los grupos de los cuales forma parte (cf. Halbwachs, 1968 [1950]: 28-34). En realidad, la noción de memoria colectiva es una abstracción que reúne una multitud indefinida de variantes. Para simplificar la argumentación utilizaré, en lo que sigue, la noción de memoria colectiva en relación con el concepto de pueblo y nación, concretamente, las naciones latinoamericanas.
La memoria individual forma parte de nuestra conciencia y constituye la base de nuestra identidad. Un hombre que ha perdido la memoria ha perdido su identidad. Esta constatación puede trasladarse a las entidades colectivas, incluyendo la nación. Según Schopenhauer, es sólo a través de la historia que un pueblo llega enteramente a la conciencia de sí mismo9. De ahí se comprende la importancia de la memoria para las discusiones sobre la identidad latinoamericana (o la argentinidad, la peruanidad etc.). Ahora bien, la memoria individual es, en principio, algo inmaterial, tal como lo es la conciencia, pero que puede ser exteriorizada escribiendo, por ejemplo, un diario o nuestras memorias. Del mismo modo, existen expresiones exteriores de la memoria colectiva que nos permiten, de modo indirecto, acceder a ella. La memoria colectiva se manifiesta en la todalidad de las tradiciones orales y escritas, en las expresiones artísticas y culturales, así como en los objetos de uso diario. La literatura constituye, por ende, sólo una parte de la memoria colectiva, si bien podemos decir que se trata de una parte privilegiada. En este contexto cabe mencionar las publicaciones de Aleida Assmann sobre la construcción de la memoria cultural. De particular importancia son las tres dimensiones de la memoria que destaca en su análisis de los dramas históricos de Shakespeare: su relación con la identidad personal, con la historia y con la nación10.
Cada cultura desarrolla formas de memoria que le son propias (cf. Schmidt, 1991: 390). En términos históricos, la tradición oral antecede a la tradición escrita, habiéndose producido esta transición en las distintas culturas, en diferentes épocas. Es archiconocida la escena relatada por el Inca Garcilaso cuando, de joven, pregunta a su tío: “Inca, tío, pues no hay escritura entre vosotros, que es lo que guarda la memoria de las cosas pasadas, ¿qué noticia tenéis del origen y principio de nuestros Reyes?” (Garcilaso de la Vega Inca, 1976, I: 37). En los pueblos africanos, esta transición se ha producido en el siglo XX, lo que ha dejado sus huellas en la literatura escrita. Así, se ha hecho común la frase de que con cada anciano se muere una biblioteca11. Sin embargo, no es total y absoluta esta muerte, sino que la tradición oral sigue viviendo, aunque sea con una vida precaria a la sombra de la escritura.
En tanto que cada memoria individual forma parte de la memoria colectiva, cada hombre influye en ella, aunque fuera de manera mínima. El influjo de los escritores y poetas, por el contrario, es mucho más grande y visible según el impacto de sus obras. En este sentido podríamos decir que son trabajadores de la memoria. Ahora bien, la concepción de las relaciones entre literatura y memoria cambia de aspecto según que las miremos desde la perspectiva de los creadores, o desde la perspectiva del público. Trataré, en lo que sigue, primero de la memoria desde la perspectiva de los escritores y poetas, y después, de la del público.
Literatura y memoria: los creadores
Analizando las relaciones entre literatura y memoria desde la perspectiva de los escritores y poetas, nos aguarda la sorpresa de que la noción de memoria no se restringe al pasado, sino que se abre hacia el presente e incluso hacia el futuro. Desde la Antigüedad hasta el Renacimiento, los poetas estaban convencidos de escribir para el futuro, para que hubiera memoria de sus obras y memoria de las cosas que relataban12. En los últimos versos de las Metamorfosis, Ovidio expresa la firme fe en la inmortalidad de su fama (Ovidio, 1983, III : 202). El teólogo español del siglo XV Alonso de Madrigal, llamado el Tostado, se apoya en estos versos al comparar a los reyes con los poetas. La fama de los reyes y héroes -escribe- se muere con la muerte de ellos o por lo menos disminuye; la fama de los poetas, por el contrario, perdura tanto que viven sus obras13. De allí nace la conciencia del autor de su poder particular: el autor es el dispensator gloriae, el que tiene en su poder inmortalizar al rey o héroe. Según el historiador suizo Jakob Burckhardt, fueron los poetas-filólogos italianos del renacimiento quienes tuvieron la conciencia más fuerte de ser dispensadores de la gloria, incluso de la inmortalidad; y del mismo modo, del olvido14. Así, Petrarca escribe una carta a la posteridad. Los ejemplos españoles no faltan . Juan de Mena escribe al comienzo de Las Trescientas que los hechos de los héroes hispanos, empezando con el Cid, no son menores que los de los héroes de la Antigüedad, pero que no se conocen porque no tuvieron poeta que les hubiera dado fama15. Bernal Díaz del Castillo aclara al final de su obra que la escribe “para que haya memorable memoria de mi persona y de los muchos y notables servicios que he hecho a Dios y a Su Majestad y a toda la cristiandad” (Díaz del Castillo, 1977, II: 378). Esta intención de escribir sobre los hechos de los españoles en las Indias para insertarlas en la memoria común se encuentra explícita en muchos cronistas. Los escritores y poetas sabían que los poderosos los necesitaban, tal como lo sabían los poderosos, lo que es una de las fuentes del mecenazgo. Esto no excluye que los autores citados escribieran también para el presente, pero de igual modo es cierto que pusieron sus miras en un futuro más allá del presente, escribiendo para las futuras generaciones.
Con el advenimiento del realismo en la primera mitad del siglo XIX, los autores se volcaron conscientemente hacia el presente, escribiendo sobre el presente para el presente, tal como se puede percibir paradigmáticamente en los realistas franceses. Sin embargo, al mismo tiempo se produjo un fenómeno que permitió de nuevo la aparición de la dimensión del futuro, lo cual se puede mostrar tomando como ejemplo el caso de Stendhal. Ante el éxito exiguo de sus obras, este autor profetizó que sería leído en 1880 (u otras fechas). Este es un indicio entre muchos otros más de la separación entre el público y el autor que empieza en el siglo XIX. La fama póstuma se establece como un nuevo mito literario que perduró hasta el siglo XX. Simone de Beauvoir cuenta en sus memorias que Sartre soñó el sueño del poeta maldito, desconocido y despreciado en su época y rehabilitado por la posteridad. La fama inmediata de su obra destruyó este sueño y motivó a Sartre a optar, en una vuelta abrupta, por el presente (Beauvoir, 1963: 52s). No sé cuánta importancia real tenía la anécdota contada por Simone de Beauvoir en lo que hace a esta vuelta decidida hacia el presente, puesto que tenemos que contar con una evolución política y filosófica del autor, cuya tesis culmina con la tantas veces citada frase de que “parece que los plátanos tienen mejor gusto cuando acaban de ser cosechados: paralelamente, las obras del espíritu deben consumirse inmediatamente”16 . Su teoría puede resumirse en el título de uno de sus ensayos: “écrire pour son époque”, escribir para su época. Sin embargo, el mismo Sartre deja abierta una puerta hacia el futuro al escribir que “hasta tanto que sus libros [de un autor] provoquen la cólera, el desconcierto, la vergüenza, el odio, el amor, aún si ya no es más que una sombra, él vivirá”17.
No sé cuánto pensarán los autores latinoamericanos actuales en el futuro. Si lo hacen, lo esconderán. Hace mucho que la teoría sartreana de la literatura comprometida está fuera de moda, pero ha sobrevivido su lema de escribir para el presente. Voy a mostrar más tarde que esta posición no excluye la inclusión de estas obras en la memoria colectiva.
Con esto llego a la tercera variante temporal: escribir sobre el pasado para el presente, siendo éste el caso en el que la literatura parece identificarse más con la memoria. En épocas pasadas, había poetas que crearon una obra para dar expresión a la conciencia colectiva de un pueblo. El poema épico es la forma literaria privilegiada para realizar esto. La Eneida sirvió de modelo para los autores del renacimiento que intentaban inventar un pasado para sus pueblos. Podemos observar un proceso análogo en las jóvenes repúblicas latinoamericanas cuyos autores trataron, por medio de la historiografía y de la literatura, construir una memoria colectiva que pudiera servir de base para su identidad histórica.
Los autores históricos de nuestra época son más modestos, lo que no excluye que también ellos intenten influir en la memoria colectiva. Estos autores comparten la convicción de la vigencia del pasado para el presente, como lo dejan translucir las palabras de Germán Espinosa, en su ensayo "La historia (y nuestra historia) y la literatura":
El tiempo pasado contiene nuestras semillas, nuestras raíces, el esplendor de nuestros troncos, lo más vital que poseemos para vivirnos en el presente. En él está lo que realmente somos, brotado de lo que fuimos. En él está nuestra cara, en él nació la materia de los ojos con que miramos en el espejo nuestra cara (1990: 81).
En la mayoría de los casos, los autores históricos actuales retoman y revivifican el pasado en tanto que contiene las raíces del presente, y no en un intento de una reconstrucción arqueológica separada de él. En este afán de insertar el pasado en el presente podemos observar dos tendencias. Una es rescatar del olvido a un personaje, una época, un acontecimiento del pasado. Los ejemplos abundan: el tiempo de la conquista con Colón, Las Casas, Cabeza de Vaca, Lope de Aguirre; las guerras de emancipación con Miranda, Bolívar, San Martín; el siglo XX con Sandino, Evita, Che Guevara. Cada uno de estos personajes ha sido protagonista de una o varias obras que en algunos casos conforman verdaderos ciclos. La segunda tendencia está estrechamente ligada a la primera en tanto que los autores no se limitan a rescatar del olvido a sus personajes, sino que les confieren una nueva significación. Muchas veces escriben explícitamente en contra de la imagen transmitida y presente en la memoria colectiva. Subvertir la historiografía oficial es un lema muchas veces repetido; se escribe para cambiar la memoria colectiva, tendencia que ha sido la causa de muchas polémicas en las últimas décadas.
Un caso particular lo constituye un género histórico que retoma la palabra de memoria como denominación, es decir, las memorias o autobiografías. Publican memorias políticos, estrellas de cine y, desde luego, escritores. En las letras latinoamericanas, han publicado sus memorias, entre muchos otros, Neruda, Vargas Llosa, Bryce Echenique, Sábato y, ahora, García Márquez, cuyas memorias baten todos los records de venta. Es difícil encontrar un denominador común en estas obras, a veces es un examen de conciencia, otras una defensa, otras el anhelo de aprovechar la propia experiencia para el aprendizaje de los lectores. Con estas obras, la memoria individual del autor entra en la memoria colectiva.
Puedo pasar rápidamente por la última variante temporal, la de escribir sobre el futuro para el presente. Es éste el caso de la utopía y de la ciencia ficción. Esta variante parece salir definitivamente fuera del campo de la memoria, pero, como mostraré más adelante, no queda fuera de ella.
Literatura y memoria: el público
Antes de entrar en la materia de esta parte cabe señalar que la oposición entre creador y lector no es absoluta en tanto que el autor forma parte del público, es creador y lector al mismo tiempo. Comparte con los otros la función de ser público, pero se distingue de ellos por su obra creativa con la que interviene en la memoria colectiva.
Al igual que los creadores, los lectores están firmemente anclados en el presente histórico. Empero, en oposición a aquéllos, la memoria tiene, para éstos, una sola dimensión temporal, la que relaciona el pasado con el presente, ya sea el pasado cercano que formaría parte del presente histórico, ya sea el pasado lejano que se encontraría fuera de él. El autor -como dije antes- puede escribir sobre el pasado lejano o cercano para el presente o el futuro, o sobre el presente para el presente, o sobre el futuro para el presente. Para el lector, estas dimensiones temporales, decisivas para el autor, se diluyen en la memoria. El Quijote forma parte de la memoria colectiva del mundo hispano, y no importa si Cervantes escribió para el presente o el futuro. Incluso las utopías y las obras de ciencia ficción entran de este modo en ella. Las utopías de Moro, Campanella, Huxley u Orwell forman parte de la memoria colectiva en tanto que testimonios de una cierta mentalidad en un momento histórico dado.
En principio, para hablar sólo de literatura, es la totalidad de las obras, ya sean transmitidas oralmente o por escritura, la que forma parte de la memoria colectiva. Los autores y obras que forman parte de ella están sujetos a un cambio continuo; nuevos autores y obras eliman a autores y obras más viejos, nuevos intereses rescatan otros del olvido, lo que lleva inevitablemente a la marginalización de otros. En este sentido, el concepto de memoria colectiva se asemeja al concepto más técnico de archivo que Aleida Assmann define como un “depósito colectivo del saber”18 . El archivo es la memoria institucionalizada del estado y de la nación, y como tal cambia de cariz según el régimen político: será abierto en una democracia y sujeto a los intereses del estado en una dictadura (ibíd.: 344s). Empero, incluso la concepción más abierta del archivo no puede prescindir de seleccionar lo que es considerado digno de ser custodiado. El porcentaje de lo conservado es inversamente proporcional al crecimiento de lo publicado y se reduce actualmente a 1% (cf. ibíd.: 345s y 408s). Este proceso se agrava si pasamos del presente al pasado. Los sociólogos de la literatura han investigado la sobrevivencia de las obras literarias con resultados decepcionantes. Sólo un porcentaje exiguo de obras sobrevive la muerte del autor, y el porcentaje se minimiza con la distancia temporal.
Del concepto del archivo al del canon sólo hay un paso. Este hoy tan mal afamado concepto tiene sus raíces en la antigüedad y se explica por el afán de mantener vivos a los autores considerados como modelos y salvarlos del olvido (cf. Curtius, 1961: 253-276). El número era inevitablemente reducido, debido a la capacidad limitada de la memoria humana. Empero ya Ernst Robert Curtius (que ha esbozado, en su libro clásico, la historia del concepto), ha señalado los peligros de un canon esclerosado. Uno de estos peligros consiste en que la autoridad política se apodere del canon, que se convierte, de este modo, en un arma cultural del poder político, lo que vale sobre todo para los regímenes totalitarios. La Unión Soviética había perfeccionado el sistema reescribiendo la enciclopedia histórica oficial según los avatares ideológicos. Otro peligro consiste en su esclerosificación; el canon se convierte entonces en algo fijo y cerrado, tanto en lo que toca a obras de otras culturas como a obras nuevas. Son estos los peligros que han llevado a la actual crítica radical del canon que podemos observar en las letras latinoamericanas, crítica que considera el canon como expresión de la clase dominante y, por ende, represivo. En oposición a esta concepto del canon como excluyente y represivo, surgió la tendencia de ocuparse tanto de autores no canonizados, marginales, tal vez reprimidos, como a formas y géneros que habían sido marginales. Así, la literatura gay, la literatura femenina (que, curiosamente, muchas veces se incluye en la literatura de las minorías), la literatura de los indígenas, ya sea en castellano o en una lengua indígena. “Escribir contra el canon” se ha convertido en un verdadero lema de las últimas décadas. El interés se ha trasladado del centro a la periferia, con lo que nos encontramos otra vez en medio de la posmodernidad -y con un nuevo canon.
La noción de canon no se restringe a la delimitación del número de autores y obras, sino también a su interpretación. Una vez más, hay que contar con el peligro de que la interpretación de obras o de personajes que hace el poder político se convierta en hegemónica. Mencioné antes que una de las intenciones de los autores históricos actuales es precisamente la reinterpretación de personajes y hechos del pasado.
Es cierto que no existe, en las letras latinoamericanas -como tampoco en otras-, un canon explícito; sin embargo, hay que admitir que hay un canon latente que se basa en un acuerdo tácito. Así, se estableció un consenso sobre los autores que forman el llamado boom, que generalmente se limitan a cuatro, Fuentes, Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez, relegando a otros a la sombra. Los autores de las generaciones siguientes tuvieron, por lo menos al principio, grandes dificultades para hacerse escuchar, hasta que se formó un nuevo canon tácito del llamado posboom. Este canon implícito, que podríamos llamar latinoamericano, se sobrepone a cánones nacionales. Autores considerados centrales en un país son marginales en otro, o incluso desconocidos. Guillermo Meneses es un autor canónico en Venezuela, pero muy poco conocido en otros países. En la escala nacional, el canon puede definirse como la totalidad de las obras literarias que entran en la enseñanza, desde la primaria hasta las universidades. Este canon será más abierto o cerrado según los determinantes ideológicos del gobierno respectivo, y no faltan ejemplos de una acentuación del elemento represivo en tiempos de dictadura.
Si bien son innegables los aspectos represivos de cada canon, ya sea explícito o implícito, hay argumentos de peso a su favor. El canon puede considerarse como un intento de preservar del olvido un cierto número de obras valoradas como imprescindibles para la memoria colectiva de un pueblo. En este sentido, es un arma contra las limitaciones de la memoria humana. Al mismo tiempo, constituye la base de comunicación de una comunidad; incluso puede constituir la base de su identidad. No hay discusión posible si no existe un conocimiento común de un cierto número de obras. Es tarea de la comunidad literaria establecer esta base para la comunicación, y de preservarla, al mismo tiempo, de los peligros de la represión y de la esclerosis. Con esto contribuye a mantener la memoria colectiva viva, a reinterpretarla y a facilitar que el público que vive en el presente histórico pueda adueñarse de ella. “C’est la mort qui change la vie en destin”, dice un personaje deL’Espoir, de André Malraux. Hasta la muerte, la vida de un hombre está abierta a una continua reevaluación. Lo mismo puede decirse de la vida de las colectividades. El fin de la historia, concepto muy discutido en los últimos años, significaría también esto, el fin de la reevaluación de la memoria colectiva, que quedaría fijada en una forma determinada. Por ende, el trabajo literario en y para la memoria colectiva es un indicio seguro de la vida y la fuerza espiritual de un pueblo o una nación.
Memoria y olvido
En un final irónico, deseo mencionar, por lo menos brevemente, al antagonista siempre presente de la memoria: el olvido. En un libro que considera como apostillas a su trilogía Temps et récit, Paul Ricoeur (2000) reflexiona sobre las relaciones entre la memoria y el olvido:
En un cierto sentido, la problemática del olvido es la más amplia, en la medida en que la pacificación de la memoria que es la esencia del perdón parece constituir la última etapa del camino hacia el olvido. [...] En efecto, el olvido sigue siendo la amenaza inquietante que se perfila en el trasfondo de la fenomenología de la memoria y de la epistemología de la historia19.
En la mitología griega, Lethe, la diosa del olvido, se opone a Mnemosyne, la diosa de la memoria y madre de las musas. Empero, los papeles de las dos diosas no son tan unívocos como puede parecer al principio. Cada uno de nosotros sabe que la memoria puede convertirse en obsesión. Weinrich recuerda la anécdota según la cual Temístocles estaba más interesado en un arte del olvido que en un arte de la memoria (Weinrich, 1997: 24). Paul Valéry escribió una vez que el infierno no necesita ni fuego ni parrilla pues basta como condena eterna la memoria continua de nuestros errores. En sus reflexiones sobre la utilidad y detrimento de la historia para la vida, Friedrich Nietzsche enfatiza los peligros de una memoria excesiva al escribir que “hay un grado de insomnio, de rumia, de sentido histórico que daña a lo vivo y que hace que, al final, sucumba, ya sea un hombre, un pueblo o una cultura”; o, expresando la misma idea a la inversa, que “lo no histórico y lo histórico son igualmente necesarios para la salud de un individuo, de un pueblo y de una cultura”20. Las citas podrían prolongarse. Tal como la memoria, el olvido puede ser un arte. En este sentido, la literatura navega entre la memoria y el olvido
© Karl Kohut

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